miércoles, 30 de marzo de 2022












 Lo conocimos en una farmacia de esa cadena cuyas sucursales se multiplican como hongos. El joven pedía en inglés un medicamento y la empleada le decía que la única sucursal que lo tenía estaba en la cabecera municipal de Zapopan. Imposible ir pues eran más de las diez de la noche. Al ver su desesperación, mi hija y yo le ofrecimos llevarlo a otras farmacias para ver si corríamos con más suerte. Nada. No logramos encontrar el medicamento y algunas farmacias ya habían cerrado. En el trayecto nos contó que es de India y que trabaja para una empresa que produce software, que está casado y que tiene un año aquí.

Le pedí que me guiara para llevarlo a su casa y nos rogó que al llegar, pasáramos a donde lo esperaba su esposa. Argumentamos que era muy tarde y que quizá él ya estaba cansado del trabajo y su esposa de la rutina del día... fue inútil, insistió: van a pasar a tomar algo a mi casa.
Llegamos y abrió la puerta una joven ataviada a la usanza musulmana. Me sorprendió su gentileza, pero especialmente, me dejó impresionada la total ausencia de recelo u hostilidad en su mirada, que sería explicable en una mujer cuyo marido llega sin aviso previo acompañado de dos desconocidas, una de ellas, mi hija, muy joven y muy bella.
Nos sirvieron un delicioso platillo indio acompañado de una especie de pita pero más delgada; y más tarde un postre muy parecido a nuestras torrejas. Platicamos con la ayuda de un traductor manual y ya muy tarde nos despedimos. Ella nos abrazó y sentí su abrazo tan sincero y tan lleno de bondad que es difícil de describir.
Para mi hija y para mí fue una hermosa experiencia y una gran lección acerca de la hospitalidad, la gratitud, la amistad, la confianza y muchas otras cosas que los humanos debemos aprender y practicar.

 

 


 


 

Se llama Ramallah, pero al pronunciarlo se escucha "Ramla". Es una pequeña ciudad palestina en Cisjordania, unos pocos kilómetros al noroeste de Jerusalén. El calor insoportable del verano nos hizo entrar a un pequeño restaurante en el que unos amables hombres nos sirvieron la comida: humus -con aceite de olivo en el centro y paprika y sésamo encima- acompañado de pitas. A la hora del café, junto con las tazas puso el mesero dos hermosos y pequeños cuencos de porcelana llenos de azúcar; y yo, que enloquezco con los utensilios de cocina pequeñitos, no pude evitar manifestar mi agrado por ellos. El hombre, ataviado a la usanza tradicional, con el keffieh cubriendo su cabeza, me miró con dulzura. Cuando pagamos la cuenta y nos preparábamos para irnos, estiró sus manos y puso en las mías estas dos bellezas que guardo con verdadero celo como un recuerdo de la generosidad y la gentileza de ese hombre.

viernes, 30 de enero de 2009

La explosión

Vivir en Israel es a veces complicado. Los continuos actos terroristas hacen de algo tan cotidiano como ir de compras o abordar un tren, una experiencia que puede volverse desagradable. La policía revisa cada bolsa y cada bulto que uno lleva. La población, especialmente los niños, está preparada para reportar cualquier objeto sospechoso, y por sospechoso podemos entender un radio, una pelota, una muñeca, una caja o cualquier bulto que se encuentre en un lugar público. 

El invierno no da tregua y las visitas a la playa en Tel Aviv sólo se conciben si es para saborear un delicioso café turco. El mar luce despeinado con sus olas irregulares y desordenadas. De pronto, un día, un sábado, amanece soleado,algo inaudito. Corremos a la playa. El sol es un poderoso imán. Los niños corren, gritan, juegan. Todos nadamos, reímos, gozamos. De repente estamos rodeados por el ejército. Llega un grupo de soldados y nos ordenan alejarnos. Todos corren. Yo me escondo entre unas enormes rocas. quiero ver qué sucede. Buscan algo entre las rocas y finalmente llegan dos soldados con trajes especiales: van a desactivar una bomba. No quiero perderme un solo detalle. Sólo unos segundos después viene una explosión de la que apenas sí pudieron escapar los militares. Un profundo silencio. Una extraña ausencia de todo se hace en mi cabeza, en mis oídos, en mi mente. Luego un zumbido que parece que no termina. Mis compañeros vienen, me interrogan, pero yo escucho sus voces metálicas. Las náuseas me hacen alejarme. Necesito aire. Muchos años después supe que ese día había causado un daño irreversible a mis oídos.

Hoy pago esa factura con una hiperacusia que en poco tiempo se ha agudizado por causa de mi ambiente laboral. Me da terror el ruido porque cada silbido, portazo, rechinido, grito, aplauso, risa, golpe, me producen una dolorosa sensación que me irrita y me desconcierta, me causa mareos y un gran malestar; sin embargo, sé que si no hubiera presenciado lo que viví, me habría quedado para siempre con la duda. Hay experiencias, como ésta, que se pagan caras. Hoy sé que si hubiera siquiera abierto la boca, los efectos no habrían sido tan devastadores. Bendita experiencia que llega como la policía de mi tierra, cuando ya pasó todo.


domingo, 20 de julio de 2008

Zvika

Era verano en Israel. En Tel Aviv el jamsín, viento caliente que sopla del desierto, provocaba un calor insoportable que nos sofocaba.
Zvika era un israelí. Estudiaba economía y era guardia civil como son tantos en algún momento de sus vidas en aquel pequeño país. Llenaba de magia mi mundo de estudiante en la enorme escuela repleta de jóvenes de todos colores.
Había nacido en Polonia y sus padres lo llevaron a vivir a Israel siendo un bebé; sin embargo, él siempre se sintió sabra, es decir, nativo de esa tierra. No fue difícil enamorarme de él. La diferencia de lenguas nunca fue un problema: el amor tiene un idioma universal que poco o nada requiere de palabras.
Él me decía María; también me decía "gacela hermosa". A partir del instante en que lo conocí, el estudio pasó a segundo plano. Me pasaba las horas de clase escribiendo con verdadera compulsión poemas que decían cuánto lo amaba, recordando lo sucedido el día anterior, o imaginando lo que le diría cuando lo viera de nuevo. 

Después de algunos meses me fui a Haifa pues el curso debía continuar allá. No puedo describir la tristeza que me invadió. Aún hoy la evoco y vuelve a dolerme aquella desolación.

El invierno es muy duro en Israel. La lluvia constante de día y de noche y el frío crudo e inclemente, te hacen temer dejar el ambiente cálido de una escuela confortable y cómoda, pero yo sentía una necesidad imperiosa de salir y buscar entre los cientos de personas que caminaban por las populosas calles del puerto, el rostro aquel que no lograba olvidar y que se había convertido en una tortura insoportable.Un día, aprovechando un descanso, tomé el tren a Tel Aviv, desesperada llegué a la vieja casona de la calle Nehardea, al número 5, y ahí, sentado detrás de su escritorio, estaba Zvika con sus ojos verdes y aquella cabeza cuadrada de buen polaco. El abrazo que nos dimos lo recordaré hasta el último día de mi vida: fue como llegar a un oasis a punto de desmayar de la sed. A los pocos días tuve que regresar a Haifa y el mismo sentimiento de la vez anterior me sumió en una profunda tristeza. Nos veíamos con la frecuencia que su trabajo y mis clases nos lo permitían.
Cuando el programa escolar finalizó, solicité ir al kibutz donde había estado de visita de estudio al inicio del curso. Es verdad que me interesaba esa forma de asentamiento, pero más me interesaba permanecer en el país para tener la posibilidad de volver a ver a Zvika.

Para los israelíes no es fácil viajar, aun dentro del país. La vida es algo complicada en Israel: hay que estar siempre dispuesto a dejarlo todo si se es llamado al ejército. Y sucedió que lo llamaron.


En el kibutz se vive para trabajar; y trabajé en la cocina pelando zanahorias, lavando pisos y enormes ollas, y luego en la casa de niños limpiando pisos y preparando comida para ellos. Era afortunada porque mi habitación tenía calefacción, a diferencia de las otras en las que decenas de jóvenes, voluntarios como yo, literalmente se congelaban.
Pasaron muchas noches y muchos días. Viajé a Tel Aviv con frecuencia sabiendo que no vería a ZviKa. El estar cerca de donde lo había conocido me llenaba de paz. Pasaron los meses y se acercaba la primavera. Nunca volví a verlo. Tenía que regresar a mi país pero emprender antes un largo viaje por Europa.


El aeropuerto Ben Gurión me recibió con sus gélidas salas. Cuando abordé el avión horas más tarde, las lágrimas me traicionaron y sin pudor alguno me puse a sollozar. Los judíos ortodoxos que iban a mi alrededor dejaban de leer sus libros para observarme discretamente; pero a mí no me importaba nada. Ni París con toda su belleza, ni Madrid con su animación, ni Atenas con su cálida gente borraron un segundo su rostro de mi corazón. Cada barco y cada avión me hacían sentir desesperada por regresar a aquel amado país.

Han pasado muchos años desde entonces y el recuerdo de lo vivido sigue siendo uno de los más dulces e intensos de mi vida. Soy una mujer feliz; tengo por esposo a un hombre bueno, enamorado y honesto; soy madre de tres hermosos hijos que son mi orgullo; pero nunca podré borrar de mi memoria las locuras que mis poco más de veinte años me llevaron a cometer en nombre del amor, ese sentimiento único que deja en el alma cicatrices en forma de flor.

viernes, 11 de julio de 2008

Los amigos

¿Habrá algo más entrañable que la familia y los amigos? Seguramente no. Yo tuve los mejores amigos hace mucho tiempo. Dioema y Febronio eran mi familia cuando vivía lejos, muy lejos. Fueron también la familia de mis hijos y mi esposo. Siempre estábamos juntos. Juntos en las ruidosas reuniones donde unos decían algún poema, otros cantábamos, reíamos, recordábamos, soñábamos; juntos también cuando las penas nos llegaban de repente. Los domingos íbamos todos a la playa. Febronio daba largas caminatas con mi hijita de la mano y luego se tiraba en una hamaca mientras los demás nadábamos, jugábamos, disfrutábamos de la alegría de estar vivos y juntos.
Febronio era un hombre sin religión,pero lleno de virtudes. Mucha gente iba a él en busca de consejo pues tenía una forma muy especial de ver la vida y concebir a las personas en toda su dimensión humana. Estaba lleno de anécdotas que la vida le había dejado y nos hacía reír hasta llorar con algunas de ellas, como la del hombre que se negaba a trabajar. No había quién lo convenciera de lo necesario de enfrentar, por fin, tan saludable actividad. Cuando, después de muchos años, lograron persuadirlo,todo el pueblo fue detrás de él para despedirlo; me parece recordar que hasta música le llevaron; sin embargo, para sorpresa de todos, justo cuando comenzaba a cruzar el río que separaba su pueblo del sitio a donde se dirigía, lo traicionó el corazón:un fulminante ataque cardíaco lo salvó de abandonar su pueblo. Así de fuerte era su convicción acerca de lo innecesario del trabajo. 

Otra de las narraciones favoritas era la del costeño que, habiendo vendido su propiedad, se negaba a aceptar que la palmera que estaba dentro del terreno vendido ya no era suya y, sin entender razones, defendía con uñas y dientes su derecho a decidir acerca de aquella enorme planta.También estaba la del habitante de la Costa Chica de Guerrero que, peleando con un vecino la propiedad de una finca, la rodeó con un muro,a lo que el otro respondió encerrando finca y muro con un muro más grande. 

 Algunos fines de semana nos íbamos a la casa de Februs, como le decían algunas personas, y trepados todos en la cama veíamos alguna película o simplemente platicábamos. Las horas pasaban sin sentir y la vida era amable y feliz.
Después de años de convivir en esa cercanía, tuvimos que irnos a otra ciudad. Mis grandes amigos prometieron viajar a vernos en cuanto fuera posible. La muerte, una muerte prematura, sorprendió a Febronio justo cuando se preparaban para reunirse con nosotros. Nadie me lo dijo porque estaba a pocos días de dar a luz a mi pequeño. Yo notaba algo extraño en la mirada de mi esposo, de mis padres, de mis hermanos... Leyendo el periódico descubrí la causa de tanto hermetismo: "Muere Don Febronio Díaz Figueroa".Lloré y lloré hasta que no pude más. Lamenté desde lo más profundo de mi alma no haberle enviado nunca la carta donde le decía cuánto lo quería. Se fue Febronio y con él la fresca sombra que sólo brindan las almas que saben lo que es la verdadera amistad.

El ladrón

Lo pescamos justo en el momento en que pretendía saltar por la ventana y entrar a nuestra casa. Nos dio tiempo de ir a la casa vecina donde siempre hacían guardia un par de policías. Lo bajaron y pude ver que se trataba de un hombre joven. No hice nada para impedir que se lo llevaran; al contrario, gustosa le hubiera gritado en la cara todo el coraje que sentía porque hacía semanas que aterrorizaba a mi pequeña hija asomándose por la ventana. Debo aclarar que esto ocurrió en un lugar donde la justicia no tiene nada de expedita como lo dice nuestra Carta Magna, y que por robar una caja de cerillos una persona puede pasar años en la cárcel. A la mañana siguiente fui a presentar mi denuncia formal. Curiosamente el enojo había disminuido. Aun así, fingí coraje cuando desde la celda me gritó: ¡señorita...!; yo le contesté: ¡señorita, madres! y seguí mi camino acompañada de un policía. Debo admitir que luego que el hombre se hubo disculpado le otorgué el perdón, (así se dice pomposamente: le otorgué el perdón y hasta este día mis conocidos se burlan de mí porque antes de eso le encargué una torta y un refresco, porque era medio día y el pobre no había comido nada). Aproximadamente un año después de estos sucesos, solicité los servicios de una mudanza. Entre los cargadores, un rostro me pareció familiar. Sí, era el joven aquel ganándose el pan con el sudor de su frente. No cabe duda que los seres humanos podemos cambiar. Todo es cuestión de una oportunidad y de saber aprovecharla.

sábado, 24 de mayo de 2008

Los miércoles


Los miércoles soy una ama de casa. Deliberadamente omito el esperado modesta, porque no puede ser modesto un deber de tal trascendencia. Los miércoles me levanto a la hora de siempre; hago el acostumbrado viaje al colegio para dejar al más pequeño de mis hijos y a partir de ahí mi día es diferente al resto. Los miércoles me olvido de la poesía prehispánica y comparo precios en el tianguis; en el súper selecciono los jitomates hidropónicos más rojos y firmes; las zanahorias más frescas, las manzanas más prometedoras; los chiles poblanos más grandes y sanos; el perejil más verde; los mangos más nuevos... Camino bajo el sol vestida de mamá sin mi uniforme de trabajo, olvidada de la métrica y la rima. Los miércoles sólo importa que la ensalada me sorprenda, que el vino esté listo, que mi familia disfrute de una comida hecha sin prisas y destinada a darles gusto. Dios, cómo disfruto los miércoles. Las feministas me quemarían viva si supieran que este trabajo de madre me hace tan feliz y me resulta tan gratificante. Nunca he sentido que desperdicie mis talentos ni que me reste valor como mujer; eso sería minimizar la importancia que tiene una familia.

El resto de la semana soy una trabajadora feliz, una feliz trabajadora, una obrera de la educación, una constructora del presente y del futuro; una sanadora de almas y en ocasiones, una madre para mis alumnos.

martes, 1 de abril de 2008

mmm... al carajo, pues...


lunes, 10 de marzo de 2008

Mi bicicleta

Tengo una bicicleta nueva. Es una hermosa bicicleta. Fuimos mi esposo, mis hijos y yo a comprarla. Por momentos me arrepentí pero ellos encontraron argumentos muy válidos para animarme: que la salud, que la "Vía Recreactiva", que siempre fui muy buena para eso,que así vamos todos juntos... El caso es que me convencieron, y heme ahí, madre de una jovencita que ya hace su vida y de una adolescente universitaria ( y claro, de mi pequeño), recorriendo calles y avenidas, con una facilidad como si apenas ayer me hubiera bajado de mi bicicleta anterior. Qué feliz fui este día. Cómo disfruté la cara de mi sobrino cuando me retó a unas carreras y no logró alcanzarme.
Amo esta ciudad que despierta y se prodiga a los cientos de personas que han decidido recuperarla, exigir su derecho a andar sin temor, a tener un espacio propio donde no caben choferes irresponsables y agresivos, a pedalear y pedalear la vida que se vuelve amable y comprensiva, solidaria, compañera... No me bajaré más, porque esas dos llantas me llevaron hoy por antiguos caminos nunca olvidados y juntas fuimos capaces de reencontrar esa emoción maravillosa de transportar los sueños por el aire.

martes, 4 de marzo de 2008

La mala educación

Me da risa el concepto que de educación tienen muchas personas: creen que ser educados es abstenerse de decir malas palabras. Bajo ese criterio, es sumamente sencillo ser educado; simplemente te muerdes los labios y te tragas la maldición que estás a punto de soltar.
A mí me enseñaron que es mucho más complicado. Ser educado, de acuerdo a las enseñanzas de mis padres, es una forma de vida basada en el respeto irrestricto a los demás, a sus cosas, a sus ideas, a sus espacios, a sus tiempos. Me pregunto cómo puede considerarse educada una persona que invade la zona peatonal y pone de esa forma en peligro la vida de sus semejantes; cómo puede ser educada una persona que invade la cochera de su vecino; que azota las puertas cuando los demás duermen; que cuando se estaciona en batería ocupa dos lugares; que se queda callado cuando alguien le da en el cambio dinero de más; que llega tarde y menosprecia el tiempo de los otros. Y sin embargo, pregunte usted a quienes se comportan de esta manera y le sorprenderá que la mayoría dirá que sí, que se consideran personas con buena educación...